Publicado en ELPAIS.com
Cariló es una reserva natural de bosque, dunas y playa a 360 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, sobre la costa atlántica argentina. Solía ser un reducto cerrado al que sólo podían ingresar los propietarios de las casas de veraneo. Hoy la entrada es libre y algunos propietarios son de clase media, pero sigue siendo una playa exclusiva, con grandes caserones y Audis y BMWs en muchas explanadas. El público de Cariló es tan homogéneo que la escena que encontré en la pequeña plaza central a las 8 de la mañana del domingo pasado me tomó por sorpresa: unas treinta bolivianas, sentadas una junta a la otra bajo el tibio sol de la mañana, quietas, a la espera.
¿Qué esperaban? Me lo explicó una propietaria: que las repartieran por las casas que iban a limpiar. Un bus las había llevado hasta allí desde Valeria, el balneario vecino, donde vive una comunidad de bolivianos que alimenta la zona de plomeros, albañiles, mucamas. Las bolivianas debían quedarse en la plaza hasta que vinieran a buscarlas; tenían prohibido utilizar las instalaciones, incluso los baños del único café abierto tan temprano.
Al caer el sol, mientras caminaba por el bosque, ví a algunas salir de las casas y encaminarse hasta la parada del bus que se las llevaría de Cariló. Caminaban en silencio, mirando al suelo. En el atardecer, recortadas contra el bosque, eran casi invisibles.
Nunca antes en la historia hubo tantas personas desplazándose por el mundo: inmigrantes, migrantes internos, desplazados, refugiados. Según la Organización Internacional de Migraciones (OIM), la cantidad de inmigrantes en el mundo sufrió un impresionante aumento en la última década: de 150 millones en 2000 a 214 millones en 2010. Equivalen, simbólicamente, al quinto país más poblado del mundo.
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